El itinerario reflexivo: de la desazón disciplinar a los nuevos réditos del quehacer sociológico

The reflective itinerary: from disciplinary unease to the new profits of sociological work

Jorge Enrique Rojas Delgado

Universidad de Vigo - España

Ibagué, Colombia

jorerd@gmail.com

Resumen

Las diferentes implicaciones del hombre de ciencia en su pretensión por dar cuenta del contexto que le rodea y al cual pertenece, ha dado paso a una racionalidad ya no como certeza de la representación sino como evidencia de su instalación. De ahí que este artículo busque dar cuenta del oficio del sociólogo, asumiendo los nuevos desafíos disciplinares a partir del abordaje de un itinerario cimentado en la noción de reflexividad como actitud creativa, revolucionaria y polémica. Es así como se intenta esclarecer las exigencias, apuestas y potencialidades de la reflexividad sociológica, donde el sujeto se instala en la realidad que emprende y (auto)reflexiona de manera concomitante mientras reflexiona sobre otros, convirtiéndose también en objeto de su propia observación; entendiendo además que el acontecimiento abstraído como hecho objetual está en íntima relación desde dónde, cómo y para qué observa. En consecuencia, reconoce que no existe un universo totalmente determinista, debiendo mantener una actitud vital y una disposición disciplinar para devolverle la viveza, resonancia y profundidad al mundo social.

Palabras clave: modernidad; sociología; racionalidad; sujeto objetivante; reflexividad.

Abstract

The different implications of the man of science in his claim to account for the context that surrounds him and to which he belongs has given way to rationality no longer as a certainty of representation but as evidence of its installation. Hence, this article seeks to account for the profession of the sociologist, assuming the new disciplinary challenges from the approach of an itinerary based on the notion of reflexivity as a creative, revolutionary, and controversial attitude. This is how an attempt is made to clarify the demands, stakes, and potentialities of sociological reflexivity, where the subject is installed in the reality that he undertakes and (self) reflects concomitantly while reflecting on others, also becoming the object of his own observation; understanding also that the event abstracted as an objectual fact is closely related from where, how and for what it observes. Consequently, it recognizes that there is no deterministic universe, having to maintain a vital attitude and a disciplinary disposition to restore liveliness, resonance, and depth to the social world.

Keywords: modernity; sociology; rationality; objectifying subject; reflexivity.

1. Introducción

El hecho de ser moderno viene a ser un valor determinante (Vattimo, 1987), una condición (Giddens, 1997) o una experiencia (Touraine, 1993) que impregna de viveza, organiza e imprime un sentido a la vida de “todos los hombres y mujeres del mundo que comparten hoy una forma de experiencia vital -experiencia del espacio y del tiempo, del ser y de los otros, de las posibilidades y los peligros de la vida”(Berman, 1999, p. 44), orientando con mayor o menor ímpetu la forma en que los individuos aprehenden y se instalan en el mundo (cosmovisión). Sin embargo,

Estos ideales sobre los cuales se fundamentó la modernidad son los que están en crisis. El ideal de verdad universal entró en crisis y se desarrolló lo que algunos llaman una racionalidad unilateral que dio nacimiento a la especialización de la ciencia y a la ingenuidad del objetivismo (…) como dice Husserl, “…en la medida en que el mundo circundante intuitivo, meramente subjetivo, fue olvidado en la temática científica, fue olvidado el propio sujeto operante, y el científico no llegó a convertirse nunca en tema (López, 1997, pp. 114).

No es casual que exista desde hace ya algunas décadas una amplia bibliografía sobre los límites, reproches y ligerezas de la ciencia social. La crisis de la sociología occidental (Gouldner, 1970), La crisis de la sociología (Boudon, 1971), Las ciencias sociales como forma de brujería (Andreski, 1972) y La miseria de la sociología (Bottomore, 1974), son algunos de estos primeros ejemplos. Bajo este panorama un tanto desalentador surge la imperiosa necesidad de enfrentar viejos déficits y asumir nuevas apuestas en torno al oficio del sociólogo desde la reflexividad. Es aquí donde el sujeto objetivador apunta a transformar no solo su quehacer disciplinar sino también el mundo en donde de acuerdo a Touraine, los problemas más generales ya no se ven, ni se entienden, ni se sienten en términos de tendencias históricas, sino en términos de derechos del hombre, de historias de vida, de afirmación o negación del sujeto.

Precisamente, en un primer momento se procura de entender el advenimiento de un conjunto leyes como representación de un proceso de abstracción que permite abarcar de manera sencilla amplios campos de la experiencia, simplificando y unificando cada vez más la imagen que la ciencia traza de la naturaleza a través del material empírico. A continuación, se exponen los sentimientos de inconformidad y repudio de algunos pensadores que asumen la evidencia histórica como irrefutable en revelar que el ideal moderno no se desenvuelve en torno a lo conjeturado dentro del proyecto civilizador del espíritu humano y que la verdad no llega nunca a imponerse de forma concluyente. De modo que la sospecha y el pesimismo ponen de manifiesto la desazón que envuelve a la etapa moderna como consecuencia de “una crisis espiritual que parece nacer del vacío de su centro y la ausencia de un propósito espiritual más amplio” (Hermann, 1998, p. 74).

De aquí, surge la necesidad de desentrañar el malestar al que asiste la sociología en el quiebre de la atomicidad individual del sujeto objetivante, las fronteras de su quehacer, la validez de los resultados y la capacidad de aprehensión de la sociedad contemporánea, permitiendo además reconocer las condiciones -de posibilidad- para asumir los nuevos retos como sujeto (y objeto) en la construcción del ámbito teórico a partir del abordaje de un itinerario cimentado en la reflexividad. Justamente se establecen las características que el sociólogo debe afrontar al concebir su observación como una distinción de distinciones (Luhmann), aceptando que ya no es una modelización de aquello que es, sino entendida como la observación en torno a la observación de otros observadores.

Es así como busca desplegar el componente reflexivo como eje de análisis a través de una mirada que dé cuenta de la labor del sujeto objetivador, los contextos donde se desenvuelve así como de la intencionalidad de sus acciones, los valores y significados que entran en juego, sin olvidar claro está, la dimensión estructural que enmarca su quehacer disciplinar. Así, se puede justificar en el ámbito sociológico un abordaje sobre las implicaciones, límites y posibilidades del nuevo sujeto objetivador no sólo por la recursividad de su aproximación, sino por la acucia de realizar una lectura que permita plantear nuevas bases de análisis y generar un modo de pensar radicalmente innovador, acorde con los tiempos y espacios múltiples del ámbito social contemporáneo.

2. Metodología

Este trabajo pretende suscitar un giro en la mirada sobre la propia labor objetivadora del sociólogo y situarlo como “sujeto de la acción, en sus contextos particulares con sus determinaciones históricas, sus singularidades culturales, sus diferencias y sus distintas maneras de vivir y pensar sobre los grandes y los pequeños acontecimientos y situaciones por las que han cruzado sus historias personales” (Galeano, 2004, p. 11). En consecuencia, reconoce que el conocimiento es un producto atravesado por la carga ideología, así como por las sociabilidades y prácticas en que se tejen las conjeturas disciplinares y se actualizan las representaciones sociales.

Este abanico de miradas y apuestas lo que permite es desplegar una serie de estrategias de investigación, en donde cada una “combina métodos y técnicas, genera o reconoce información de fuentes variadas, confronta y valida, mediante distintos procedimientos, resultados obtenidos por diversas vías y produce una comprensión del tema que investiga” (Galeano, p 19). Una de estas estrategias de investigación cualitativa es el llamado estado del arte o estado del conocimiento, el cual

Es una investigación documental que tiene un desarrollo propio, cuya finalidad esencial es dar cuenta de construcciones de sentido sobre bases de datos que se apoyan en un diagnóstico y un pronóstico en relación con el material documental sometido a análisis. Implica además una metodología mediante al cual se procede progresivamente por fases bien diferenciadas para el logro de unos objetivos delimitados que guardan relación con el resultado del proceso (Hoyos citado en Galeano, p 142).

Es así como este ensayo entendido como estado del arte procura construir un balance provisional a través de la “revisión cuidadosa y sistemática de estudios, informes de investigación, estadísticas, literatura y, en general, documentos con el fin de contextualizarlos, y “estar al día” sobre lo que circula en el medio académico” (Galeano, 2004, p. 113) analizando de manera heurística la evolución de la reflexividad en el ámbito sociológico.

3. El trayecto formalizado del sujeto moderno en el nuevo evangelio matemático

Con la consolidación de la etapa moderna se decreta el advenimiento de un conjunto de leyes como revelación de un designio histórico y representación de un proceso indefectible que permite abarcar amplios campos de la experiencia y sintetizar las relaciones causales, unificando cada vez más la imagen que la ciencia traza del universo a través del material empírico para constatar según Kepler el evangelio matemático de reglas simples y simultáneas. De modo que el nuevo telos moderno consagra una serie de metarrelatos (entre otros, la condición antropológica de la naturaleza humana, la idea de razón como categoría supraindividual y el bien común como avenencia colectiva) en un horizonte cada vez más amplio y posiciona a la ciencia desde su capacidad de generalización y como “producto y exigencia vital de sacar partido del mundo” (Prigogine y Stengers, 1983, p. 99) que ostenta una primacía epistémica y fiabilidad metodológica, devela la verdad como correspondencia y proclama la certeza de sus predicciones, llegando a conquistar en términos de Giddens la seguridad ontológica (1997, p. 92).

Por lo tanto, la nueva «cosmología racional» (Roche, 2005, p. 25) elabora una sintaxis universal y le adjudica al hombre genérico una capacidad innata -humana universalis sapientia- de conocer la naturaleza y aprehender sus códigos, construyendo de este modo, un novedoso método para acceder a la verdad y un objeto forjado a la medida del entendimiento humano, al mismo tiempo que reivindica las taxonomías y abstracciones a partir de la separación de lo simple para luego desplegarse a las composiciones, ordenando la experiencia objetivante a través de un encadenamiento formal que conduce de lo concreto a las regularidades, “pues ningún evento en el mundo es, por así decirlo, insular. Todo está conectado con todo, todo se motiva mutuamente, se engendra mutuamente, es ocasionado y engendrado, ocasiona y engendra a la vez” (Koselleck, 2004, p. 55).

Justamente, los adelantos de la matemática, la astronomía y la física cimentan de manera concluyente un modo revolucionario de indagar el universo, de descubrir sus secretos y “ser dominado mediante el cálculo y la previsión” (Weber, 1993, p. 200) instaurando la fe en la inteligencia del l´uomo universale, de tal forma que la humanidad ya no necesita de la marcha de Dios sobre la Tierra; desde ahora solo se precisa reconocer de acuerdo con Ágnes Heller (1994) la inexorable «ley de la historia» concebida como necesidad y expresada tanto en el progreso de las instituciones como en la concreción de sus aspiraciones, logrando desarrollar en palabras de Ibáñez (1994) una visión semántica (orden del decir) y un manejo pragmático (orden del hacer) para finalmente consolidar “una nueva experiencia del tiempo, factor e indicador de una ruptura epocal” (Koselleck, 2007, p. 241).

La etapa moderna sustituye, de este modo, una creencia por otra: la religión revelada por la religión natural, la gracia por la razón, la fe en el origen por la fe en el progreso. El culto a Dios cede al culto a la ciencia positiva, el caos al orden natural y lo desconocido a la matematización de la ciencia (López, 1997, p. 212).

De ahí que, en torno a lo social también se establezca el ideal de un incesante refinamiento de la inteligencia y esplendor del espíritu humano, combinando magistralmente las leyes de la armonía matemática con la ratio universalis, logrando así la puesta a punto del proyecto civilizador, el cual es formulado magistralmente como proceso acumulable, arrogado desde el escrutinio de racionalidad y condensado en el aquí y ahora, siempre con la mirada en un horizonte histórico perfectible y marcado por la ilusión trepidante de un futuro ontologizado (Heller) que se exhibe bajo la imagen de expectatio futurorum, el aún no suspendido. Por ende, “la idea directriz de una progresión temporal hacia una meta final en el futuro revela que la filosofía positiva deriva de la interpretación teológica de la Historia como una historia de perfección y salvación” (Löwith, 1958, p. 79).

Precisamente, la recién creada física social ambiciona a partir de una postura secularizadora desprenderse del discernimiento conjetural y metafísico, en un intento por sujetar todo conocimiento al sistema de enunciado y prueba que se aplica en la matemática. En consecuencia, el sociólogo como figura arquetípica construye un método dotado de proposiciones claras y precisas que armonice la visión teórica y el manejo pragmático, instalándose además en el «extremo de la invisibilidad» (Robles 2012, p. 18) para conquistar la objetividad y la verdad como mandatos filosóficos de la época, haciendo “posible e incluso necesario, poder resumir los diversos conocimientos adquiridos, llegados ahora a un estado fijo y homogéneo, para coordinarlos, presentándolos como ramas diversas de un tronco único en lugar de considerarlos cuerpos aislados” (Comte, 1973, p. 49). En resumen, el físico social pretende extrapolar el estatuto de demostraciones correctas y axiomas indiscutibles de la mathesis, viéndose abocado como manifiesta Raymond Aron por una perpetua búsqueda de sí mismo, esperando adjudicarse el rigor científico y el carácter predictivo de las llamadas ciencias duras.

Sumado a esto, ha procurado gobernar las pasiones y liberarse de los “prejuicios y rutinas, preocupaciones tradicionales y errores arraigadísimos, que obscurecen la inteligencia, interponiendo un velo entre ella y la verdad” (Descartes, 1994, p. 33) para (re)presentarse como prophêtê, sujeto impregnado racionalmente y ego dotado del buen sentido universal que puede de forma denodada y siempre virtuosa establecer las reglas del mundo social sin fisuras y contradicciones, el ordo temporum que garantiza el trayecto de los acontecimientos y el triunfo del tan anhelado sueño de Laplace de elevar a juicios de carácter apodíctico la lectura de las cosas constatables y consolidar como afirma Marcel Mauss el “fenómeno social total”. Esta sutil coordinación de l´historie universelle le permite al físico social indicar una serie de observaciones de su objeto disciplinar y de este modo, él mismo abstraerse en su manejo de lo pragmático y escindirse dentro de la visión semántica como hacedor de la trama discursiva, asumiendo siempre que “todo fenómeno supone un espectador” (Comte, 1987, p. 439).

Como resultado, la sociología enfatiza en la absolutización de las condiciones y en el trazo operacional por parte del sujeto objetivante, que por un lado, lleva a cabo una sucesión de rodeos metodológicos, y por otro, escamotea determinados supuestos -obstáculos epistemológicos según Bachelard- en favor del horizonte de expectativas en sus actos de conocimiento. Por esta razón, Jesús Ibáñez sostiene que “el sujeto -dividido- queda, a la vez, excluido del orden simbólico y representado en él” (1994, p. 46). Asimismo, el cientista social elabora una retórica de la objetividad (Bourdieu y Wacquant, 2005, p. 194) a través de un conjunto de competencias consagradas, mecanismos institucionalizados, certezas compartidas y dictámenes encarnados a modo de “cómodas rutinas del pensamiento que la vida académica promueve y respalda” (Becker, 2009, p. 22) sin llegar nunca a reflexionar sobre sus implicaciones, alcance y utilidad, para finalmente ceder ante la mecanización, reproducción y mistificación de un saber legitimado y sancionado socialmente. Por tales motivos,

La ciencia dejó de ser un instrumento humano variable para explorar y cambiar el mundo y se transformó en su sólido bloque de “conocimiento”, impermeable a los sueños, deseos y expectativas humanas. Al mismo tiempo los científicos se hicieron más y más distantes, “serios”, ansiosos de especial reconocimiento, e incapaces y carentes de la voluntad de expresarse de un modo que todos pudieran entender y del que todos pudieran gozar” (Feyerabend, 1993, p. 185).

De hecho, el establesmenten sociológico ha elaborado un cúmulo de aproximaciones diferenciadas y diferenciadoras que despliegan un rasero de racionalidad sobre un horizonte cada vez más amplio y potente, como un progressus in indefinitum que confiere a hurtadillas una serie de concesiones mutuas de un saber especializado, además de exculpar la corporeización de una actividad legalmente decretada. Se presenta, siguiendo a Bruno Latour, una ciencia “hecha” y no “en acción”, pues las técnicas e instrumentos se automatizan, los conceptos y categorías se asumen de manera reificada y el conocimiento se extiende a través de registros metafóricos (Lahire 2006, p. 80).

Por lo tanto, la sociología como fruto de esta determinación anticipadora y “entendida como la aspiración de organizar las relaciones humanas desde la razón y en libertad a las ataduras de la tradición y el prejuicio” (Luhmann, 1973, p. 93) ha pretendido fundar un conocimiento armónico que busca generar según Bourdieu un communis doctorum opinio (1997, 210). Surge entonces la representación del objeto (obiectus), el cual es arrojado por el sujeto (subiectus) a un espacio cartesiano de coordenadas temporales y espaciales definidas previamente, para ser capturado y escudriñado en un proceso redituable que procura a toda costa lograr como sostiene Wittgenstein el deseo de generalización, reificación o rutinización.

4. Avatares del sujeto moderno en la consagración de la ciencia

Desde la ciencia moderna, la objetivación de las características sociales, las (dis)posiciones disciplinares y los rasgos ideológicos, son conducidos por alguien signado como bastión y guía de su ejecución: el sujeto, quien despojado de sus intereses y juicios de valor, al margen de convenciones y creencias comunes y absuelto de cualquier sesgo o error, ostenta una imparcialidad que lo instala en un lugar privilegiado para llevar a cabo una serie de observaciones en donde presume “la ilusión de estar tocando con el dedo lo real mismo” (Lahire, 2006, p. 36) y así descubrir de forma concluyente las leyes de la evolución humana y revelar el sutil engranaje de la machina mundi.

De esta manera, el hombre de ciencia se concibe como ego racional que se hace transparente a sí mismo para imponer como exigencia de su labor cognitiva “una «objetividad fantasmal» que con su propia legalidad rígida, aparentemente conclusa y racional, esconde la huella de su esencia fundamental, el ser una relación entre seres humanos” (Lukács, 1969, p. 170). De ahí que, la Razón asumida como valor trascendental, mito velado y súmmum bonum del sujeto objetivante, relega o modifica aquello que la desborda -prescindiendo de los valores, el deseo, la experiencia e intereses- hasta llegar a ser un cuerpo de hábitos sedimentados. Sin embargo, “sus resultados experimentales, sus técnicas matemáticas, sus prejuicios epistemológicos, su actitud hacia las consecuencias observadas de las teorías que él acepta, este material es indeterminado y ambiguo de muchas maneras, y nunca está completamente separado de la base histórica” (Feyerabend, 1986, p. 49).

Así, los ideales atemporales y principios abstractos que ordenan el proceso histórico en un continuum, quedan vaciados de significado que sólo pueden entenderse como reflejo de unas condiciones históricas objetivas y el resultado de un modus operandi científico. Justamente, “a cada vuelta de la esquina se oye, no el eco de un fin, no el redoblar de las campanas por una desaparición, sino la voz de un renacimiento y de un principio, sentado en nuevas bases, de la humanidad y la materialidad” (Moscovici, 1974, p. 297). De aquí que el concepto de totalidad pierda su sentido metafísico, trayendo consigo el inevitable derrumbe del ego racional que habiendo prescindido del sustrato teológico, tiene ahora que declinar a su deseo por develar el carácter inmanente de la Historia y la condición humana, descartar el mesianismo de sus especulaciones y la irrevocable conquista del progreso, además de abdicar ante la ingenua objetividad y la reproductibilidad de su experiencia. Por eso,

Expulsado de la naturaleza y fascinado por la infinitud de ésta, el hombre moderno no puede sustraerse a la sensación de hallarse aprisionado entre los estrechos márgenes de su propia limitación, a la sensación de hallarse entre la angustia que le produce el apercibimiento de su pequeñez en el orden del Universo y la que le resulta de sentir sobre sí mismo la pequeñez del orden de su cotidiana realidad (Argullol, 1999, p. 261).

Precisamente, la historia del siglo XX pone en entredicho la fuerza liberadora de la razón ilustrada y demás metarrelatos del proyecto moderno, revelando de manera contundente el horror, nostalgia y pesimismo impuesto por una avasallante lógica instrumental, sumiendo a la humanidad en aciagos “tiempos de oscuridad” (Arendt, 1990, p. 158). Así lo expresa categóricamente Robert Musil: “no tenemos conceptos con que interiorizar lo que hemos vivido. O quizás tampoco tengamos sentimientos cuyo magnetismo pudiera activarlos lo suficiente para ponerlos en funcionamiento. Lo único que ha quedado es una asombrosa desazón” (1992, p. 109). Como resultado, el sujeto queda encarnado en la realidad trepidante de su cotidianidad, sobrecogido por un pasado en ruinas y un futuro huidizo e incierto, horrorizado ante las evidencias de barbarie que ponen bajo sospecha lo fulgurante del proceso civilizador, seducido por la velocidad de los cambios sociales y las transformaciones tecnológicas y perplejo por el estallido de lo contingente “(los oasis de lo arbitrario en el desierto de la necesidad) que sólo es aprehensible por las formas de la razón a través de la intervención de la movilidad que la agitación de la paradoja introduce” (Cioran, 1996, p. 22).

A partir de allí comienzan a derruirse los cimientos mismos de la modernidad, resquebrajándose el sentido unidireccional de la historia, la supremacía de la individualidad y el triunfo de la Razón enciclopédica, pues “el que Auschwitz haya sido posible en medio de todo aquello que se entendía como “cultura”, tradición espiritual, superación de la barbarie, valiosa exquisitez, etc., no puede explicarse como un mero “accidente de trabajo” que pueda quedar sin consecuencias” (Geyer, 1985, p. 139) colocando en el centro del debate la destotalización del orden trascendente, el agotamiento de los fundamentos ilustrados, el desplome de la lógica de lineal del tiempo y la concreción de formas más civilizadas de vida. En definitiva, “nuestras verdades se han cuarteado, nuestras certidumbres se han agrietado, y nuestras almas se han vuelto porosas, como esponjas, incapaces de sobreponerse, de tener aplomo […] nuestro siglo ya no cree en nada” (Balthus, 2002, p. 157).

De hecho, uno de los efectos de la denominada crisis de la modernidad, es que las conjeturas teorías, el nexus rerum universalis, ya no atrapan el aumento y disparidad de la complejidad social, teniendo que recular en sus generosas, pero desmedidas pretensiones, ya que paradójicamente mientras el sociólogo agudiza las destrezas metodológicas y refina los dispositivos teóricos para su modelización, también socava la distancia con su propio entorno. Así lo ratifica De Sousa Santos cuando sostiene que al “no querer verse, y mucho menos valorizar, la experiencia que nos rodea, dado que está fuera de la razón a partir de la cual podríamos identificarla y valorizarla” (2009, p. 107) el sociólogo se refugia en un practicismo ciego y un teoricismo vacío. Por lo tanto, se puede sostener que la denominada sociología institucional o sedentaria ha perdido buena parte de su viveza, resonancia y profundidad, alcanzando “un punto de utilidad decreciente”. Sin embargo, “no se debe dar a la palabra crisis ningún sentido catastrófico o romántico. La crisis es penosa y dolorosa, pero también veladora y epifánica. En lo que se refiere a la sociología, se trata de una crisis de crecimiento, no de agotamiento” (Ferrarotti, 1974, p. 19).

La sociología ha quedado expuesta entonces a feroces críticas y mordaces reparos, pues “la enormidad de la producción elaborada por el pensamiento social hasta la actualidad se muestra insuficiente para comprender tanto las realidades del mundo conocido como la emergencia de situaciones y procesos vitales que diluyen toda certidumbre del presente y del futuro previsible” (León & Zemelman, 1997, p. 36). En resumen, ha tenido que ceder en su afán por hipostasiar la experiencia sensible y que es infructuoso consolidar un sistema resuelto de leyes a partir de la observación de eventos singulares, ya que “ni los momentos ni el todo pueden inferirse por inducción de las formas de vida social observadas hasta aquí ni deducirse a priori por la reflexión teórica, ni pensarse en un marco lógico dado de una vez para siempre” (Castoradis, 1989, p. 32) debiéndose admitir con Popper la miseria del historicismo. En efecto,

La aceleración e intensidad «trágica» de la historia contemporánea reclaman una razón móvil, dinámica, que permita comprender la «irracionalidad» del presente como un momento trágico, mas necesario, en el devenir de la razón. Ya no sirve la tranquila, impersonal y abstracta Razón de las Luces con el formalismo de sus imperativos que desconocen el papel de las pasiones en la historia. Es preciso dar ahora a la razón un nuevo estatuto, es decir, superar la «razón analítica» con una razón llena de historia. (Margot, 2008, p. 42).

Resulta ingenuo entonces que los datos empíricos absoluticen la experiencia sensible y la fe positiva en la constatación de aquello que es y será desde su representación y predictibilidad. No obstante, “la desconfianza en el positivismo no debe llevar a menospreciar el orden de los hechos empíricamente observables y descriptibles, y a olvidar la importancia, para cualquier ciencia social empírica, de comenzar por producir informaciones confiables (verificables) sobre la realidad social” (Lahire, 2006, p. 39). Por supuesto, no se trata simplemente de suscitar un escepticismo desalentador y de sucumbir en palabras de Raymond Boudon ante la impresión general del fracaso, o resignarse por la abrumadora inseguridad frente a la complejidad, incertidumbre y contingencia del mundo social, sino acoger su recursividad, evanescencia y velocidad, presentándose “un proceso paradójico de reversión, ante un efecto reversivo de la modernidad que, habiendo conquistado su límite especulativo y extrapolado todos sus desarrollos virtuales, se desintegra en elementos simples según un proceso catastrófico de recurrencia y turbulencia” (Baudrillard, 1997, p. 37).

De ahí que el sujeto cognoscente tenga que articular el rigor de la teoría con el manejo concreto de su instalación sensible y la creatividad performativa del entorno social, reconociendo que los caminos son equiparables y están inmersos en la actualización de una virtualidad, aceptando que “la sociedad ya no es más lo que era; su movimiento mismo, sus cambios y desórdenes imponen otro diálogo con lo social a fin de que resulte más inteligible” (Balandier, 1996, p. 60) pudiéndose concebir aquello que no es ni necesario ni imposible, pues la realidad como expone Luhmann (1998) puede ser de otro modo. Igualmente, no se debe obviar la posición (social y disciplinar), disposición (teórica y metodológica) y composición (ideológica y valorativa) del sujeto. Por eso, sociología tiene la exigencia de romper con las propiedades de “estabilidad estructural” tanto del sujeto como del objeto para reivindicar un modelo de cientificidad en donde se conciban todas las prácticas sociales posibles a través de una “incesante creación, destrucción y evolución de las formas” (Rene Thom).

5. Viejas apuestas y nuevas recetas en la (re)presentación del mundo en la ciencia moderna

Los presupuestos de la física clásica en que la realidad existe con independencia del sujeto (realismo metafísico) han alcanzado un giro (in)esperado al sustraerlo de su pináculo y ubicarlo justo en el centro de la experiencia sensible, rompiendo la frontera arbitraria que históricamente se había trazado entre la res cogitans y la res extensa. En términos de Zubiri, “la nueva física desustancializa al mundo”. Al mismo tiempo, implica que aquello que acontece y se abstrae de la realidad como hecho objetual está en relación directa de cómo y desde dónde se instala el sujeto, pues la observación es ante todo una distinción que “selecciona, de entre todos los acontecimientos posibles, el que efectivamente ha tenido lugar” (Heisenberg, 1959, p. 39). De forma tal que,

En la evolución del pensamiento científico un hecho queda claro: no hay misterio del mundo físico que no apunte hacia otro misterio detrás de él. Todos los caminos de la comprensión, todos los atajos de las teorías y conjeturas conducen finalmente a un abismo que el ingenio humano nunca puede salvar, porque el hombre está encadenado por su finitud y su inclusión de la naturaleza (Dóriga, 1985, p. 228).

De modo que la objetividad ya no es entendida como la fiel representación del mundo real, pues como argumenta Heisenberg, “en la ciencia el objeto de investigación no es la Naturaleza en sí misma, sino la Naturaleza sometida a la interrogación de los hombres; con lo cual, también en este dominio, el hombre se encuentra enfrentado a sí mismo” (1985, p. 21). Por eso, las profundas transformaciones del quehacer científico y el quiebre con la concepción mecanicista de la naturaleza, paradójicamente han desplegado un novedoso estatuto de racionalidad, el cual ya no permite un calco o imagen del mundo separado del sujeto, y su observación “se revela como una operación activa” (Ibáñez, 1985, p. 226) en donde el objeto emerge en el mismo momento en que el sujeto objetivante lleva a cabo una distinción dotada de dos lados, trazando un límite entre lo que arbitrariamente de acuerdo a Luhmann (1999; 2007; 2009) decide observar (marked space) y aquello que excluye en sus distinciones (unmarked space), generándose una unidad paradójica que encierra bajo un despliegue operacional aquello indicado en la observación y aquello omitido respecto de lo que designa a manera de excedente, diciendo “adiós a la premisa de una realidad independiente de la observación de la que partió la lógica de aplicación de la ciencia tradicional” (Luhmann 1996, p. 455). De ahí que, toda frontera o límite que traza el sujeto es llanamente una simple ventaja práctica.

Por lo tanto, “la física clásica tuvo que ser enmendada con principios nuevos, más comprensivos, y sus matemáticas tuvieron que ser complementadas con ideas que anteriormente habían parecido totalmente abstractas” (Woodcock y Davis, 1986, p. 16) limitándose a enunciar leyes con carácter estadístico, las cuales no se ajustan al esquema determinista de principios invariantes y leyes universales. Estos avances científicos constatan paradójicamente la generación de estados de imprevisibilidad, oscilación e iteración (caos). En consecuencia, “la naturaleza deja de ser un dominio autónomo de entidades independientes que pueden ser utilizados como una referencia de confrontación para aceptar o rechazar cualquier explicación como una explicación científica, para convertirse en algo que surge a través de la operación en el lenguaje de un observador en su dominio de experiencias” (Maturana, 1996, p. 102).

Es así como de la mano de los avances en las denominadas ciencias duras, el conocimiento del ámbito social ha buscado homologar las contribuciones y generar arreglos de carácter contextual (Willke, 2016, p. 21) con la ambición de consolidar un acervo teórico que logre dar cuentas de su “objeto”, poniendo a su vez en tela de juicio el concepto de imagen del universo social regido por un orden trascendente, reglado por el dictamen racional y obstinado en la apuesta predictiva, ya que el paso de lo «posible» a lo que está «en acto» tiene lugar durante la operación observacional, pues aunque las labores científicas “presuponen invariablemente al hombre, debemos tomar conciencia de que no somos simples espectadores, sino que también somos siempre protagonistas en el drama de la vida” (Heisenberg, 1985, p. 57).

Luego, el oficio del sociólogo es ir más allá de la ilusoria objetividad, el desinterés ponderado o el empirismo avezado, para reconocer(se) a partir de su expresa subjetividad, la denotada carga valorativa y su irreductible conexión con el entorno, entendiendo que “los nuevos horizontes sociales de acciones posibles plantean cambios en las estructuras categoriales, pues si la realidad es mutable, también ha de serlo la organización de la razón” (Zemelman, 1992, p. 89). Estos presupuestos le permiten superar el discurso vaticinador y la afirmación profética que origina un oligopolio que tiende a consolidar lo que Erving Goffman denomina working consensus, acuerdos tácitos que ponen en evidencia modos de legitimación sacramentados, consentimientos permisivos y una sobreinterpretación controlada (Lahire, 2006, p. 64) de metáforas y analogías, en un juego de intercambios simbólicos que tienen como imperativo la (re)producción del establesmenten sociológico.

De aquí, la necesidad de vigorizar la teoría sociológica no desde los post y neo logismos, que allanan los contenidos y borran cualquier vestigio o lastre del sujeto cognoscente, además de maquillar los yerros o ligerezas de su oficio, sino desde el sentido íntimo de la doxa, “cargada de una fuerza y profundidad insondables: el horizonte oculto, implícito, del mundo, la pulsión teleológica, que orienta las distintas modalidades de la sabiduría, del conocimiento” (Vargas, 2014, p. 143) y a partir de la lógica heterodoxa que acoge a la razón vital, la cual tiene como tarea acrecentar los problemas y mantener una actitud creativa, provocadora y polémica para en definitiva “vencer esta inveterada hipocresía ante la vida” (Ortega y Gasset, 2003, p. 179). En efecto, la sociología no solo debe dar cuentas de la caracterización de su objeto disciplinar, sino las estrategias que posibilitan su concreción; en palabras de Bourdieu de “objetivar al sujeto objetivante” para develar su intencionalidad con respecto a las determinaciones instrumentales de su conocimiento como valor de cambio institucionalizado. De manera que,

Lo peculiar de la ciencia social es que su objeto de conocimiento, la sociedad, es a la vez sujeto del conocimiento, y que su sujeto de conocimiento (el sociólogo) es al tiempo parte del objeto, parte de la sociedad que estudia y analiza. De modo que la ciencia social se mueve en un espacio de interacción que es, de por sí, reflexivo” (Lamo de Espinosa, 1996, p. 61).

La sociología debe entonces según Bourdieu ¡Vivir la crisis!, para lanzarse a la dispendiosa tarea de liberar a la teoría de la generalidad homologadora y la ahistoricidad totalizante, redefiniendo lo social en términos de posibilidad y desentrañando los modos en que el sociólogo define su quehacer, pues “le guste o no le guste, lo sepa o no lo sepa, al enfrentarse con el mundo social el teórico también se enfrenta consigo mismo. Si bien esto no influye en la validez de la teoría resultante, sí lo hace en otro interés auténtico: las fuentes, motivos y metas de la indagación sociológica” (Gouldner, 1970, p. 45). Esta desazón además diluye al sujeto abstracto en donde reposan las cualidades substanciales y amplía la capacidad objetivadora del discurso sociológico que detenta el monopolio sobre los criterios de verdad, instando al cientista social a “construir una nueva red de categorías para organizar la relación del sujeto con la historia, a manera de facilitar pensar el movimiento de la realidad” (Zemelman, 2007, p. 30) para finalmente lanzarse a construir nociones teóricas que permitan concebir la trama social ya no como externa y consumada.

En suma, es necesario un viraje de la sociología por una disposición reflexiva (Tello, 2017, p. 668) en su esfuerzo por romper la supremacía cognitiva, el proceder mecánico y la lógica dicotómica sujeto-objeto, exponiendo la paradoja constitutiva de cualquier acto de intelección que produce una interferencia del observador en lo observado y lo observado en el observador (complementariedad sujeto/objeto), dándose una relación inextricable que diluye la preeminencia de uno sobre otro, pues aunque son realidades mutuamente excluyentes en la operación observacional, es claro que “para que exista la forma, la frontera, alguien la tiene que haber trazado (no hay objeto sin sujeto)” (Ibáñez 1994, p. 23).

De modo que la reflexividad sociológica puede ser una problemática relevante para ser pensada rigurosamente, trayendo consigo una honda transformación en los modos en que el sociólogo discurre y apropia el mundo, pues ya no es “un sujeto con derechos especiales asegurados trascendentalmente en una caja fuerte. Está sujeto al mundo que concibe” (Luhmann, 2007, p. 885) y que emerge de manera arbitraria como un estado de cosas disponibles, que sin embargo, están mediadas por una actitud creativa y polémica de su actividad objetivante respecto de su objeto, así como por lo contingente, novedoso e irreversible de lo social, ya que “si todo conocimiento está históricamente determinado, el propio pensamiento también ha de estarlo” (Caron, 2013, p. 58). Precisamente, el cientista social tiene la tarea de generar un descentramiento en su ilusión de excluirse del manejo empírico e indicar del espacio que él mismo ocupa en la trama social, así como de las relaciones asimétricas de poder/saber forjadas a través de sus distinciones, pues tal como arguye Maturana, “las explicaciones científicas no explican un mundo independiente, explican la experiencia del observador” (1996, p. 39).

6. El estatuto de cientificidad en torno a la reflexividad sociológica

En procura de esclarecer los alcances de aquella característica, rasgo o facultad, es necesario precisar desde este artículo que se apuesta por una apertura de la función (reflexiva) frente a la posición (disciplinar) del ámbito de lo social, pues aunque parezca inocuo conmutar el orden conceptual y transponer el criterio gramatical, se asume que hablar de reflexividad sociológica en vez de sociología reflexiva, trae una impronta redituable en la instalación del sujeto, así como de la emergencia del objeto. Luego, “si el observador y lo observado forman parte del mismo objeto descrito, la convergencia entre el sujeto cognoscente y el objeto por conocer no puede sustraerse del principio de reflexividad, que propicia una mejor y más profunda solidez del corpus científico generado” (Brunet y Morell, 2001, p. 43).

Inicialmente, conlleva anteponer el carácter procesual y creativo de la reflexividad por sobre los dictámenes institucionales, asumiendo que “las prácticas sociales son examinadas constantemente y reformadas a la luz de nueva información sobre esas mismas prácticas, que de esa manera alteran su carácter constituyente” (Giddens, 1997, p. 46). Además, supone interpelar la exclusividad cognitiva, el lugar privilegiado del sociólogo y los cánones de cientificidad, pues su oficio es permeado por las (in)consistencias de la memoria, sedimentado por las trayectorias de sentido y actualizado desde la “contingencia de la experiencia” (Luhmann, 1998, p. 121) siendo también enmarcado por lo recursivo de su abordaje y recreado a partir de novedosos horizontes de expectativas.

De aquí que, al hablar en términos de reflexividad sociológica se valore lo generativo, la soltura pragmática, la imaginación radical y el despliegue de lo inédito frente a los riesgos por menospreciar los automatismos, ligerezas y mandatos de una sociología exhaustiva, exclusiva y completa (De Sousa Santos, 2009, p. 103). Es así como la nueva razón cargada de adjetivos -histórica, sensible, polémica, local, poética- deja de concebir una disciplina del mundo de lo social como afirma Cassirer de manera sustancialista, la cual siempre ha estado empeñada en resguardar la fe científica y atesorar el estatuto de verdades indiscutibles, demostrando la prolijidad de sus afirmaciones y el encadenamiento riguroso de sus previsiones, además de mantener “las vulgares divisiones del universo en sujeto y objeto, mundo interior y mundo exterior” (Heisenberg, 1985, p. 22). De lo que se trata entonces, es de valorar ingeniosos “modos de dar vueltas a las cosas, de verlas bajo otra luz para crear nuevos problemas de investigación, nuevas posibilidades de comparar casos e inventar nuevas categorías, etc.” (Becker, 2009, p. 22) que acojan el carácter complejo, vivencial y creativo de la labor objetivante y reconocer finalmente la “crisis del consenso ortodoxo” (Alexander, 2000) entendiendo de una vez por todas que el sociólogo ya

No es ningún superhombre, no dispone de más capacidad de conciencia que otros. También para él el mundo está dado como dimensión hipercompleja. En el sentido que experimenta, también a él se le pone de manifiesto que hay más cosas que las que puede aprehender, más huellas que las que puede rastrear, más posibilidades que las puede experimentar (Luhmann, 2009, p. 35).

Y es que en la medida de las irrefutables conquistas de la razón -totalitaria- y la progresiva desconexión del hombre de ciencia con la realidad, se fue generando la ilusión de objetividad y “el mundo circundante intuitivo, meramente subjetivo fue olvidado en la temática científica, fue olvidado el propio sujeto operante, y el científico no llegó a convertirse nunca en tema” (Husserl, 1990, p. 10). Justamente, el sociólogo como “un sujeto que «actúa», y que evidencia su constitución reflexiva, sobre todo, en ése su actuar práctico sobre el mundo” (Ferreira, 2005, p. 294) debe aceptar que los logros, expectativas y condicionantes de su operación observacional se conciben en un espacio-tiempo delimitado (social, cultural, político, tecnológico, etc.) que constriñe, vigoriza y complejiza su quehacer, develando sus huellas, postura y representaciones que de otra forma serían depurados como ruido, contingencia o sesgo.

De modo que la reflexividad sociológica implica franquear las formulas y disposiciones arraigadas, quebrar los consentimientos disciplinares y abrir el método axiomático, “faltar a las apariencias de la cientificidad, incluso contravenir a las normas vigentes y desafiar los criterios ordinarios de rigor científico” (Bourdieu, 2005, p. 183) para que el ego cogito cartesiano deje de pasar por alto la contingencia, simultaneidad y fluidez del mundo social y pueda instalarse como hacedor de una realidad que responde también a una suerte de intuitividad recursiva, lógica situacional y experiencia sensible. Es decir, revalora el magma social y la condición subjetiva del conocimiento, pues admite que no es posible el universo de lo social con independencia de los sujetos, que la realidad desontologizada (Luhmann, 1990) supera con creces la mirada acotada del sociólogo, que “los hechos sociales están socialmente construidos, y que todo agente social, como el científico, construye de mejor o peor manera, y tiende a imponer, con mayor o menor fuerza, su singular visión de la realidad, su «punto de vista»” (Bourdieu, 2003, p. 153).

Así que, desde la disposición reflexiva el sociólogo es arrojado al mundo para retomar su carácter vital y enfrentar la exigencia de desocultar según Bourdieu (2005, p. 70) el “inconsciente social e intelectual”, evaluar los marcos interpretativos y desenmarañar las estrategias de (re)producción institucional, pues “el investigador mismo se vuelve un instrumento de observación, pero también transforma las prácticas de la vida cotidiana en modelos epistemológicos para la producción de conocimientos” (Knorr-Cetina, 1999, p. 29). Esto le permite reconocer los hábitos ampliamente arraigados, la importancia de lo ideológico como dimensión constituyente de su elaboración discursiva (coherencia semántica) además de los atajos, omisiones y simulacros de su abordaje empírico (estrategia pragmática). De modo que “la perspectiva reflexiva conduce no tanto al abandono del presupuesto de objetividad como a su profundización o, si se quiere, a su generalización” (Navarro, 1998, p. 93).

Adicionalmente, desde la disposición reflexiva se entiende que la sociología es un ámbito funcional específico y “un artefacto histórico” (Luhmann, 1996, p. 215) que al igual que otros regímenes discursivos viene a dar cuentas del entramado social, configurándose como un dispositivo diseñado por la propia sociedad en un ejercicio de (auto)descripción. De ahí que, el “sociólogo es un dispositivo de reflexividad. A través de él la sociedad reflexiona sobre sí” (Ibáñez, 1985, p. 3). Esto implica que la reflexividad no es un rasgo particular, privilegio cognitivo, facultad inherente o característica exclusiva de la sociología, sino una propiedad social, un mecanismo teórico y una forma generativa que busca superar como arguye Castoradis (1978) el pensamiento heredado. Por lo tanto, tiene la obligación de ir

Más allá de la experiencia vivida del sujeto para englobar la estructura organizacional y cognoscitiva de toda la disciplina. Así, lo que debe ser constantemente sometido a examen y neutralizado en el acto mismo de la construcción del objeto, es el inconsciente colectivo científico inscrito en las teorías, los problemas y las categorías del entendimiento científico (Bourdieu et al., 2005, p. 75).

Como resultado, la reflexividad sociológica puede arrogarse “como condición (que se tiene), como disposición (que se posee) y como cualidad (en que se está, frente a la accidentalidad de la disposición)” (García, 1995, p. 255) que trasciende el valor de propiedad intrínseca o súmmum bonum para instalarse como perspectiva abierta y horizonte novedoso en la labor del sociólogo. De lo que se trata entonces es de “saber perderse para trazar un mapa, salir de los caminos trillados, vagar, deambular: por las encrucijadas, abrir senderos a través de las mieses o el desierto, penetrar en callejuelas sin salida; asumir que todo camino recorrido sin mapa es caótico (luego será posible tender o recoger puentes, bordear pozos o simas, perforar agujeros o taparlos)” (Ibáñez 1979, 355).

7. Conclusiones

Este ensayo busca enfrentar los nuevos retos de comprender la creciente complejidad del ámbito de lo social, sin pretender desarrollar una síntesis completa y exhaustiva en torno a la reflexividad sociológica, ni mucho menos agotar el creciente interés disciplinar por desentrañar las implicaciones, tensiones y apuestas de la labor objetivadora del sociólogo. Procura sin embargo, ir más allá de la canónica objetividad y corrosiva neutralidad para entender el acontecer social ya no como la imagen unidireccional de la flecha del tiempo, sino como posibilidad de apertura respecto de las determinaciones de los objetos, la instalación del sujeto y la concreción de lo contingente, diluyéndose así el ideal normativo y la ficción de lo factico la realidad, dando paso a la apertura de la razón vital y la creatividad.

Esta nueva condición de la historia sin una Historia, instala a la reflexividad como ingrediente constitutivo y constituyente del ámbito sociológico, recomponiendo la relación asimétrica sujeto/objeto, restituyéndole al objeto un lugar en la trama discursiva y al sujeto un espacio concreto de acción. Esto sucede pues, aunque el sociólogo, de un lado, se encuentra sujetado a las condiciones estructurales (históricas, culturales e institucionales) que lo orientan y constriñen, simultáneamente se constituye en protagonista de la realidad que experimenta, en sujeto concreto que hace el tránsito de los enunciados en torno a una realidad de la cual esta escindido, a las enunciaciones, en una apertura tanto en el plano semántico/discursivo como pragmático/vivencial. De modo que el cientista social no sólo opera a través de esquemas de distinción sobre la realidad social, sino que la constituye y transforma.

En suma, la reflexividad sociológica viabiliza un sujeto social con capacidad deliberativa desde la creatividad y el disentimiento, poniendo en juego una serie de posibilidades contenidas en su esfuerzo por transformar el entorno a partir de la reelaboración constantemente de sus representaciones, prácticas y experiencias. Por tanto, busca superar el conocimiento constatable solamente como lo objetual para incorporar indisociablemente el análisis de su labor y de esta manera enriquecer los dominios del análisis y quebrantar el presupuesto de externalidad que lo destierra del ámbito de lo real. En síntesis, la reflexividad sociológica tiene la exigencia de ampliar los límites de la racionalidad y desplegarla no sólo sobre el objeto sino también sobre la labor objetivadora del sociólogo.

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AUTOR

Jorge Enrique Rojas Delgado. Sociólogo, Magister en Dirección Pública y Liderazgo Institucional de la Universidad de Vigo, Especialista en Teoría de Sistemas Sociales Aplicado a la Complejidad Sociocultural de la Universidad de Chile.

Conflicto de intereses

Informo que no existe ningún conflicto de interés posible.

Financiamiento

No existió asistencia financiera de partes externas al presente artículo.

Agradecimientos

N/A

Rojas Delgado, J. E. (2021). El itinerario reflexivo: de la desazón disciplinar a los nuevos réditos del quehacer sociológico. Religación. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, 6(28), 19-31. https://doi.org/10.46652/rgn.v6i28.793

General Section | Peer Reviewed |

ISSN 2477-9083 | Vol. 6 No. 28, 2021. pp 19-31|

Quito, Ecuador|

Submitted: 06 March 2021 |

Accepted: 17 May 2021 |

Published: 20 June 2021 |